EL AGRO EN COLOMBIA

¿Seguridad o autodeterminación alimentaria?

Hoy, a nivel mundial, el mayor negocio es traficar con la alimentación y la salud, necesidades básicas que ponen en juego la supervivencia de la especie humana, en cualquier lugar del globo.

La dinastía Bush, en la época que gobernó a EEUU, tenía claro lo que significa seguridad alimentaria, soberanía o autodeterminación alimentaria. Decían ellos: “Es importante para nuestra nación cultivar alimentos, alimentar a nuestra población es el objetivo”. Y se preguntaban “¿Pueden ustedes imaginar un país que no sea capaz de cultivar alimentos suficientes para alimentar a su población? Sería una nación expuesta a presiones internacionales, una nación vulnerable. Por eso, cuando hablamos de agricultura norteamericana, en realidad hablamos de una cuestión de seguridad nacional”. (George Bush, julio 27 de 2001). Tampoco olvidar las palabras del general Colin Powell, en la vía del ALCA, como Presidente del Estado Mayor Conjunto y luego Secretario de Estado, en las administraciones Bush, padre e hijo: “Nuestro objetivo con el ALCA –decía Powell-, es garantizar a las empresas norteamericanas el control de un territorio que va desde el Polo Ártico hasta la Antártida; libre acceso, sin ningún obstáculo o dificultad, para nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el hemisferio”. ¿Y los presidentes de las republiquetas? Debían limitarse a obedecer el mandato imperial y dar la bienvenida a la compra de servicios, tanto del mercado agropecuario para seguridad alimentaria, como los de la “seguridad democrática”.

Prestación de servicios para cualquier país, a lo que fácilmente podían responder, de forma inmediata, a cambio de más dependencia, deuda, préstamo y total injerencia de la economía global, manejada a sus anchas por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, FMI y el Banco Interamericano de Desarrollo, BID. Esta es la pandemia real, a la que nos enfrentaremos después que va pasando la distracción, el miedo, la angustia y terror que imponen los medios con el Covid.

Según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), en la Cumbre Mundial de la Alimentación (CMA) de 1996, la Seguridad Alimentaria “a nivel de individuo, hogar, nación y global, se consigue cuando todas las personas, en todo momento, tienen acceso físico y económico a suficiente alimento, seguro y nutritivo, para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias, con el objeto de llevar una vida activa y sana”.

Ese año, 185 países, en la Declaración de Roma sobre Seguridad Alimentaria, la definen como “el derecho de toda persona a tener acceso a alimentos sanos y nutritivos, en consonancia con el derecho a una alimentación apropiada y al derecho fundamental de toda persona a no padecer hambre”.

Hambre, miseria y pobreza; guerras, muertes y pandemias: desgracias que aumentan las cifras que llevan las Agencias de Naciones Unidas (ONU), para sus discursos hipócritas, elaborar gráficos con o sin barras, curvas, estadísticas y proyecciones burocráticas.

En términos de producción y disponibilidad de alimentos, las personas no mueren de hambre. Ese es un discurso manido que crea realidades y cifras que ha sostenido por décadas la FAO; para ella, entre 800 y 1000 millones de personas padecen esa “pandemia”. Pero esa organización jamás ha tenido un compromiso serio para resolver el problema de acceso a la comida para los habitantes del globo. Se lava las manos, argumentando que solo puede hacer recomendaciones para no inmiscuirse en la política interna de cada país.

Mientras la FAO se declara imparcial y neutral, hay políticas que condenan a determinadas poblaciones a morir de hambre, habiendo comida en los países ricos. Se trata, por tanto, de un crimen de lesa humanidad. En realidad, Naciones Unidas debe ser reformada; sus Agencias no superan el nombre y el slogan. Se han vuelto captadoras de dinero para alimentar burocracias. Es lo que hace la FAO, habla de agricultura pero su accionar es intrascendente. Ahora bien, el problema no es la hambruna, es la pobreza causada por la concentración de la riqueza. Comida hay. La producción mundial de alimentos supera la tasa de aumento de la población y supera en más de una vez la “disponibilidad” de alimentos para la población actual; pero es necesario distribuir la renta para tener acceso a la comida. En Colombia, es el caso, principalmente de los departamentos de La Guajira y Chocó; donde niños y niñas mueren todos los días de  hambre y sed.

El negocio se complementa con el manejo de la salud a nivel global. La Organización Mundial de la Salud (OMS), pone en boca de los Ministros del ramo en cualquier país, una idea: “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”.

¿Qué bienestar físico, mental y social puede existir en un país como Colombia, cuando la salud está capturada por el sector financiero para engordar sus negocios?

“La salud pública, administrada por empresas privadas de intermediación financiera es un negocio altamente rentable y jamás favorecerá el bienestar de la población; y un Estado que entrega un derecho público al lucro privado, incurre en una actitud criminal y repudiable, por privilegiar el negocio de la salud por encima de la dignidad humana”.

En agricultura, para la muestra un botón de los negocios infames: en el pico de la pandemia, el gobierno colombiano autorizó (Decreto 523 del 07/abril/2020), cero aranceles (0% TLC) hasta el 30/junio/2020, para importar 2.400.000 toneladas de maíz, sorgo 24.000, soya 600.000 y 1.519.787 toneladas de torta de soya. Quedando, por tanto, la economía campesina y de los productores sin posibilidad de competir con los precios de países como Estados Unidos.

Aquí radica la principal diferencia entre seguridad y autodeterminación alimentaria: seguridad alimentaria es un servicio que alguien ofrece y es comprable, es una mercancía; es decir, lo que hizo el gobierno Duque, comprar. La autodeterminación alimentaria es la capacidad que un pueblo tiene para tomar decisiones acerca de la producción de comida, a partir de sus necesidades; están ausentes la fuerza y el sometimiento y se respetan la integridad y el bienestar social, los territorios, las culturas y la tierra para producir lo básico, transformarlo, distribuirlo y compartirlo con dignidad, preservando la ética para entender, respetar y no estropear la biodiversidad de la naturaleza, que nos da la posibilidad de tomar los alimentos.

No es con asistencialismo, ni limosnas, ni recibiendo donaciones como se resolverán los problemas de salud, producción, alimentación y nutrición de un pueblo. Esas medidas, incluso las que se hacen con buenas intenciones por parte de ONGs e iglesias, complementan la alienación, la explotación, el saqueo y la corrupción, que eliminan la salud y toda posibilidad de autodeterminación alimentaria.

Lo que hay en Colombia como políticas de salud y agricultura, son negocios. Políticas que producen dependencia y prolongación de la inequidad. Es criminal cuando las necesidades básicas se convierten en negocio. En Colombia, los indicadores no son alentadores; el país no tiene ni es capaz de garantizar el mínimo de alimento básico que una persona necesita, a pesar de contar con todas las condiciones climáticas, territoriales y con una comunidad campesina altamente trabajadora y entregada profundamente a la relación con la tierra.

En Colombia se les da más importancia a las importaciones que a los propios campesinos, ellos no importan”.

Una política agraria que maltrata, destruye y saquea la tierra como si fuera una bodega que arroja “recursos” de forma indefinida; pasándole maquinaria pesada, llenándola de venenos, destruyendo bosques y ríos para sacar “alimentos” a base de monocultivos y transgénicos, no tendrá garantía de sostenibilidad a largo plazo. Es una agricultura dirigida por psicópatas y, tanto en las ciudades como en el campo se sufrirán las consecuencias. Es un comportamiento infantil y ecocida, creer que la tierra no reacciona. Esa es la realidad de la agricultura colombiana, administrada con la visión estrecha de la economía arrogante y el formato filosófico de la escuela donde todo está fragmentado, subdividido y el fin justifica los medios.

El tiempo que se dedica al desarrollo de la agricultura industrial es impositivo; la aceleración con la que se produce un kilo de maíz, un pollo, o un kilo de vegetales o carnes, nada tiene que ver con los tiempos de la agricultura campesina o indígena para producir comida sana; menos tiene que ver con los ritmos de la propia naturaleza. En Nuestra América, la agricultura esta moldeada por el tiempo de una economía destructiva, donde se sabe mucho pero se comprende muy poco. “Que nostalgia de aquellos tiempos en que la economía no había inventado la prisa y el queso originalmente no se fabricaba en las ciudades en pocas horas”. Hoy podemos decir sin temor a equivocarnos, que tanto los tiempos para producir, como todo lo que vemos y comemos pasa por el mundo de la artificialidad. Nuestros estómagos cada día están más llenos de cualquier cosa, menos de comida saludable; nuestro cerebro muere de inanición y el casco de la cabeza está vacío. Las cosas del hoy, las queremos transformar rápidamente en la basura del mañana; nos han vuelto seres insaciables tanto para generar como para consumir tecnologías.

“El mundo actual de la economía perversa nos ha embolatado con una habilidad y un grado de perfección tan grande, que nos ha sido robado el tiempo que teníamos para soñar con lo mágico, imaginativo y recreativo”.

De este modo, al perfil para que una persona sea elegible para dirigir políticas agrarias de un país, fuera de exigirle capacidades técnicas, se debe agregar que las comprenda. Porque solo se puede comprender aquello de lo cual somos capaces de hacer parte. El acto de comprender está vinculado al acto de la creatividad, que inicia cuando nos integramos a la problemática. Comprender es el inicio del camino para reconstruir una agricultura de integración, donde cese el fraccionamiento de la tierra. Parece confirmarse, cada vez más, que conocer y no comprender las cosas es lo que nos ha llevado a destruir la naturaleza. Es la estrecha visión de quienes intentan dirigir la agricultura: yo aquí, la naturaleza allá.

De otra parte, tanto fuera como dentro del sector público, podemos cometer errores e intentar corregirlos, pero lo que no vale es ser deshonestos. En ese sentido, el adoctrinamiento cartesiano del modelo actual, tanto universitario como de extensión rural es apropiado y funcional a la encomienda política que provee los cargos públicos y privados.

“La economía que no considere la tierra como un ente vivo, con capacidades limitadas y agotamiento, no será próspera para la sobrevivencia de la especie humana”. Dentro del pensamiento de una economía agraria con sentido social, más que el dictamen de oferta y demanda es importante una ley de sensibilidad, que nos permita aproximarnos al entendimiento de la vida.

Hoy, el consenso de la humanidad no consiste en preguntarse quién tomara el poder imperial para intentar dominar el planeta y sus habitantes. Nuestra respuesta debe ser de reorganización social, considerando entre otros, la ética ante el universo para que la vida se asiente, así como lo espiritual, lo intuitivo, lo cultural, la transparencia y lo transcendente. Se puede comenzar de forma inmediata, si tenemos el valor de descubrir a los otros e intentar descubrirnos a nosotros mismos.

Estamos en un punto en que volver a la normalidad es anormal, entendido lo normal como el pasado reciente antes del virus; las personas han “naturalizado” lo antinatural, como la dominación, el crimen organizado político y no político, la corrupción, el feminicidio, la tortura y la migración forzada, las guerras, las invasiones, el destierro, la concentración de capitales y el mercado, las dictaduras, los monopolios, el ecocidio y la destrucción a cualquier costo del planeta. Pero no podemos seguir así. Lo normal esta por volver: la solidaridad del propio pueblo. Es la oportunidad para empezar a cambiar, para construir una nueva realidad, a partir de lo justo, lo fraterno y sobre todo, a partir de lo humano, sin la desconfianza de vernos reflejados en el otro.

De lo contrario, un imperio, sea chino, ruso o norteamericano, de nuevo estará dispuesto a cogernos con el culo entre las manos. En la lógica del capital y la economía insensibles y antiéticos con la vida, existe de nuevo la posibilidad de avasallar y conquistar a la gran mayoría, a los más necesitados, los humildes. A luchar por lo que somos: seres sociales como cualquier especie que nos haya antecedido en el planeta. Evitemos la orgia con la naturaleza, dentro de la real edad biogeológica a la cual pertenecemos.

Es hora de elegir, entre el pomposo término “seguridad alimentaria” y seguir comprando servicios de cosas (cosificación de la comida), o nos arremangamos para construir un pacto con la tierra, con quienes la habitan y resisten con gallardía, incluidos más de 7,5 millones de personas desplazadas del campo. La estrategia de descampesinización no puede seguir para beneplácito del imperio agroindustrial extranjero de commodities y latifundios. Hay que recuperar la economía agraria de este país y buscar la autodeterminación alimentaria que reconoce la identidad y dignidad de quien habita el campo.

“La utopía de volver a caminar hacia un futuro y aspirar a un CAMBIO, revestido con profunda conciencia y pasión en el campo, SI SE PUEDE, es el nuevo PACTO con la tierra” Jairo Restrepo Rivera, agosto/2022, Oslo/Noruega.

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