Un gobierno de lo justo representa la esperanza de sostener vivo el grito: SI SE PUEDE construir una Colombia diferente, desde nuevos enfoques, con nuevas miradas. En el caso del mundo rural, a través de una agricultura por la vida; desarrollando una agricultura de convivencia, orientada hacia una civilización que respete la sabiduría de mujeres y hombres del campo, sin someter la tierra a los caprichos de unas pocas empresas agroindustriales. Solo habrá una esperanza real para la gente del campo, cuando arranquemos de raíz la actual dependencia de los venenos en el modelo impositivo.
En otras palabras, el cambio de un modelo agrario depredador por una forma diferente de producir comida en Colombia, en manos de campesinos, campesinas, afrodescendientes, indígenas y otros actores y productores, debe ser un compromiso del Pacto Histórico.
No basta con ganar unas elecciones; viene lo más duro, el desafío de la reconstrucción nacional, de un nuevo enfoque para muchas cosas, como replantear la herencia perversa y anacrónica de las políticas agrarias. Así como soñamos un pacto histórico por la vida, el amor y lo humano, también soñamos una agricultura distinta, que fortalezca el amor y proteja el sueño de una Colombia humana donde el suelo no sea envenenado.
Es hora de cambiar la forma y los métodos para producir comida. El presidente electo Gustavo Petro y la vice presidenta Francia Márquez han expresado su convicción sobre la necesidad de combatir el calentamiento global, proteger el medio ambiente, buscar fuentes alternativas a la utilización del petróleo y descarbonizar la economía colombiana. Es el justo momento y el escenario adecuado para poner en práctica el discurso con el cambio de agricultura con campesinos, campesinas, indígenas y afrodescendientes y otras culturas que, tradicionalmente, producen e impulsan el abastecimiento de alimentos para el desarrollo de una economía local y sostenible, capaz de producir lo que el país demanda a bajo costo y asequible.
La agricultura que proponemos es para repensar la devastación a la cual asistimos, para dejar atrás el modelo obsoleto, lleno de vicios, al servicio de la industria de insumos con su paquete de la “revolución verde” que nos llevó al abismo de no producir los alimentos que necesitamos, a pesar de tener condiciones y climas para evitar la hambruna que amenaza constantemente a más de cinco millones de niños y niñas en el país.
Es hora de pactar un modelo de agricultura democrático, en defensa de la vida, para respetar los territorios y los procesos sociales, culturales, económicos, ambientales y políticos en el medio rural. Es hora de solucionar los problemas de las comunidades agrarias, a partir de sus necesidades, desde un dialogo nacional con su participación.
En este sentido, es hora de ver que sacar un joven del medio rural para el ejército, es un acto irracional, una política nefasta que provoca el éxodo rural, deshabitando el campo, sacando una nueva familia: fuerza creativa, original y legítima. Es castrar las posibilidades de renovación y arraigo de quien por herencia quiere habitar el medio rural con dignidad, cumpliendo el compromiso social de producir lo básico para una nación: alimentos. La incorporación obligatoria al ejército, desarraiga de su medio al campesino. Se pierde un hijo del campo para convertirlo quizá en otra víctima de una guerra donde se marcha por la patria y se muere sin razón: el pueblo contra el pueblo.
Un periodista argumenta que quitar el servicio militar obligatorio afecta a miles de jóvenes que se enlistan porque reciben una mesada de 350 mil pesos, que representa un sustento para su familia. Un argumento falaz e insensible. Y no es el punto. Primero, porque la mesada es para gastos personales y porque, con la actual degradación castrense, no falta el coronel que quiera “vacunar” a sus subordinados. Además, el ejército, de manera sistemática, destruye sueños juveniles en los cuarteles. Convierte a hombres y mujeres que ingresan, en funcionarios que matan, obedientes, o en la carne de cañón con que se protege la oligarquía nacional ¿Pero, poner la vida en riesgo y matar a cambio de un par de monedas del erario público, no lleva a conductas mercenarias? Por supuesto. Una vez se abandonan las filas, queda un prestador de servicios para ejércitos privados, dentro y fuera del país. Son hechos dolosos de la guerra que se ignoran o no se quiere ver. Hoy, gracias a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), sabemos cómo el ejército, desde los altos mandos, lleva a muchos jóvenes a cometer crimines de lesa humanidad.
Para el joven campesino, se trata, en la mayoría de casos, de un viaje sin retorno. Las condiciones de un cuartel no son las mejores para tener incentivos, ganas y garantías de supervivencia para regresar a su casa. En los cuarteles, no hay inversión que permita el desarrollo humano, que prepare al joven campesino para retornar como un líder con una visión de desarrollo local para su comunidad. Solo reciben armas para matar, no para soñar, cuando todo soldado es, ante todo, un ciudadano, no un instrumento de guerra; y debería ser reconocido con dignidad por la población civil; ser visto como un servidor público que lucha hombro a hombro con su comunidad y no contra ella.
Una Colombia humana podría capacitar a los soldados en agricultura orgánica. Y que sea posible cambiar días de cumplimiento del servicio militar, por jornadas voluntarias de servicio social; soldados brindando a las comunidades campesinas asistencia técnica y social, fortaleciendo la economía desde la producción popular campesina. También, en sus cuarteles, los soldados pueden producir su comida al tiempo que ayudan a producir comida en el campo, en las zonas más desfavorecidas por falta de infraestructura de carreteras, para colocarla a disposición para el consumo local, regional o nacional.
El pacto histórico debe interesarse por preparar un ejército para producir comida y defender la autodeterminación alimentaria del país, garantizando la soberanía para decidir que producir, comer y comercializar a nivel local, regional y nacional.
“Todo soldado debe ser, ante todo, un ciudadano; no un instrumento o máquina de guerra; debe ser reconocido con dignidad por la población civil y ser visto como un servidor público que lucha, hombro a hombro, con su comunidad”
El Estado, en vez de prepararse para una guerra y de preparar a los jóvenes para asesinar a otros jóvenes, al pueblo, provocando terror y desconfianza, bien podría implementar un servicio rural voluntario para trabajar el campo, al lado de las familias campesinas más necesitadas. Que parte del gasto en armamento se convierta en desarme para producción diversificada del campo, preparando técnicos al servicio de una agricultura orgánica campesina. Que el servicio militar, en el medio rural, sea un servicio técnico y social para producir comida. La mejor manera de lograr la soberanía de un país es construir autodeterminación alimentaria con quienes lo habitan. Que mejor, entonces, que las estrategias militaristas se transformen en herramienta para el retorno de familias desplazadas, para combatir el hambre desde sus fincas, de donde fueron desterradas.
Que, a cambio de fusiles, haya mil azadones, que, a cambio de tanquetas, haya máquinas para facilitar el trabajo, para no destruir la tierra y la selva, con bombas y aplicación aérea de venenos; que, en vez de gritos de tortura en los cuarteles, se escuche el canto de las mujeres y madres rurales cuando siembran y cosechan. Que desaparezcan el lloro, el sufrimiento, la incertidumbre y la agonía; a cambio, que rebroten la alegría y la esperanza, que redoblen los tambores por el regreso de la semilla del amor al campo, que el sonido de la trompeta militar no sea para enterrar más falsos positivos, que cese el derramamiento de sangre inocente campesina, para que suene y se escuche de forma eterna la sinfonía de la paz de una Colombia humana.
Si el ejército produce comida sana, tendremos un pueblo que lo identifica como su amigo y aliado en la defensa de los bosques, de quienes labran la tierra, conservan el agua, protegen el medio ambiente y la vida como un conjunto universal.
“La economía campesina no obedece al razonamiento instrumentalizado, donde la naturaleza es algo artificial, donde todo puede depredarse, medirse, calcularse, precisar y predecir para el mercado” Jairo Restrepo Rivera/ Dinamarca/2022.